sábado, 27 de noviembre de 2010

LA PALABRA Y LA ACCIÓN

(O todo aquello que se ha extraviado)

Un primer recuerdo, algo vago, desdibujado. Un mar de cabezas, un mar de cabezas y de banderas. Gritos, consignas. Recuerdo estar sentado sobre los hombros de mi padre, apenas asomándome por encima del mar de cabezas y banderas; escuchaba las consignas atronadoras. Hablaban de resistenia, de avanzar, de defender, de intransigir. Después, mi padre me baja de sus hombros y quedo a la altura de espaldas, caderas, sumido en el océano humano; me aferro a su mano, volteo a ver el rostro de mi madre. Llora. Me asusto. Me sonríe y por primera vez entiendo eso del llanto sin pena. Entonan todos una canción, coro de pulmón desgarrado, y me impacta el estribillo: “y el día que me muera, mi lugar lo ocupas tú”. No quiero que nadie se muera, no quiero. Ahora tengo un poco de miedo. “Y el día que me muera, mi lugar lo ocupas tú”. Una manota me revuelve los cabellos, “compañerito” me dice este hombre al que he visto antes, amigo de mis padres. Se estrechan en abrazos sentidos y se suma al canto. “Y el día que me muera, mi lugar lo ocupas tú”.

Eran estos los tiempos que a la derecha le da por llamar del caos. Los tiempos que no nos tocaron ni construir, ni defender, a quienes éramos niños durante la Unidad Popular. Los tiempos en que los chilenos de todo porte y pinta tenían clara idea del mundo al que pertenecían, de sus compromisos, tareas, derechos y deberes. El tiempo de las grandes confusiones, de los abismales desaciertos, de las quiméricas batallas y las puras intenciones. Cordones Industriales, Asambleas Populares, Partidos Revolucionarios, Gremios, Uniones Sindicales, Juntas de Abastecimientos, Unidades de Autodefensa, La Patronal, la conspiración, la amenaza, la soberbia... el desorden generador de vida, de movimiento. Cada ciudadano era conciente de ser un sujeto social.

¿Cómo se había llegado a ello? Hacer de un ciudadano un sujeto social activo y participante es dura tarea para la historia. Todo venía de una larga lucha, un cargado proceso de construcción de una clase obrera a partir de las migraciones campesinas hacia los desiertos del Norte a finales del siglo XIX. Eran trabajadores desplazados desde sus zonas naturales, sus barrios, sus lomas, sus horizontes. Iban desprotegidos, sin amparo estatal, sin leyes laborales que los asistieran, en las peores condiciones de miseria, de hambre, de cesantía (osea: peor que ahora). Y de esa masa de campesinos migrantes surgió en cosa de décadas una fuerza coherente, organizada, constituida en sujeto político con gran impacto en el proceso de industrialización, y que con Salvador Allende tuvo acceso al control del poder político del Estado. En cosa de minutos esa fuerza perdió coherencia y se hundió en la nada. Resistieron algunos. Las verdaderas batallas las libraron generaciones posteriores.

Un segundo recuerdo, menos tangible. El uniforme del colegio, la mañana que despunta y las manos con olor a naranja de alquien que me abrocha el botón del cuello de la camisa. Huele a naranjas. Voy al comedor, mi hermana menor toma su leche. Entra mi padre, cruza miradas con mi madre; siento otro aroma, no lo distingo, otro ritmo, un frío que repta por la espalda y se aferra a mi nuca. Veo miedo en los ojos de mis padres, ellos, que nunca tienen miedo, que son grandes. No iremos al colegio ese día. Mi padre sale apurado de la casa. Mi madre prepara un maletín con ropa. No hemos ido al colegio, pero la felicidad de un día de capeo oficial no cuaja. El rugir de aviones volando a baja altura tiende a estropearlo todo. “Pagaré con mi vida”, oigo decir al Presidente por la radio. (Recuerdo dentro del recuerdo: poco antes, había llovido, los grandes terrones de barro y piedra que ha dejado el arado; camino hasta los sauces del fondo, donde está el gallinero de Rosita. Voy por huevos. Bajo el sauce está el Presidente, me sonríe, me ayuda a entrar al gallinero y espera. Le paso tres huevos que él recibe en una sola mano mientras con la otra vuelve a abrir la puerta de malla para que salga. Me devuelve los huevos. Uno de ellos es de color azul. “Los azules son los más ricos” , me dice. Me toma por el hombro, caminamos de regreso hacia la cocina). Amanece de nuevo, salgo al balcón del living, el que da a la calle. A la izquierda veo el patio de mis vecinos. El papá de ellos, el hombre de la risa monstruosa, el de la fiesta alegre, el de las barbas locas y anteojos poto de botella, está sentado sobre una piedra, la cabeza enterrada entre sus manos. Veo salir de la casa a mi padre, lleva un machete en la mano, se acerca a la reja que separa ambos jardines, el vecino levanta la mirada, se observan en silencio. Sin decirse nada, ambos perforan la cerca, cada uno trabajando desde su lado. Mi padre atraviesa por el forado al patio de los vecinos. Se estrecha en un abrazo con el viejo loco de las barbas negras. Escucho el llanto de dos hombres grandes. Adentro de la casa, ante la chimenea encendida, mi madre quema papeles. El tocacintas funciona con volumen bajo, “y el día que me muera, mi lugar lo ocupas tú”. Pienso que ha dejado de ser una canción.

Los fértiles tiempos de las palabras activas; los fértiles momentos de las tragedias. Un retazo de historia: Salvador Allende habla ante centenares de estudiantes de la Universidad de La Serena. Cuatro horas lleva hablando el Compañero Presidente. Sus palabras envuelven, conducen, seducen. Las palabras que expresan ideas. Las ideas que contienen sensaciones. Las sensaciones que motivan a la acción. La acción que genera mundos. ¿Qué ha sido de todo ello? Los mundos de hoy no tienen nada de hermoso. Las acciones no son motivadas por sensaciones; por cálculo, sí. Las palabras no tienen valor, las ideas son pueriles. La infertilidad de la tierra arrasada, quemada; los estériles tiempos de la banalización absurda. Es que así están los paquetes; lo que va quedando de la humanidad. ¿Y nosotros, los que quedamos en medio, atrapados? Los de inmediatamente antes hacían uso de las palabras para expresar ideas que encendieran sensaciones que motivaran a la acción para cambiar el mundo malo por uno bueno para el disfrute de los que veníamos llegando o los que estaban por venir.

La palabra y la idea son duros de matar. No inmortales. A nosotros, los que llegamos para habitar ese mundo soñado; para nosotros, a los que nos tocó presenciar el descalabro desde nuestra altura de niños, los que vimos llorar a nuestros padres, morir a nuestros padres sin que pudieran no se diga defender el mundo nuevo, sino siquiera impedir la mutilación de las ideas, nos tocó crecer en tierra arrasada. Pero las ideas (otras, quizás) estaban ahí, junto a las palabras (prohibidas), acompañando a las acciones (castigadas con muerte, encierro, dolor). Y peleamos, puta que peleamos, para que por lo menos quedara la dignidad; por la dignidad de los que habrían de llegar después de nosotros. ¿Pudimos? No hay ahora ideas ni palabras, no hay sensaciones ni acciones. ¿Mundo?, lo que va quedando. Creo que no pudimos todavía, y hay tanta gente cansada de intentarlo.

¿Cuál es la mayor pérdida? Haber dejado de ser sujetos sociales, habernos convertido en mera estadística. Borregos. ¿Cuándo pasó? ¿A cuántos les sucedió? Pobres, jóvenes, mujeres, homosexuales, tercera edad, jubilados, exonerados, profesionales jóvenes, clientes de Jumbo, tarjetahabientes. Aquí, donde los sujetos sociales supieron reconocerse y desarrollaron identidad de pertenencia, donde se formaron las grandes alianzas, una sangría puso fin a la que debía ser la gran transformación: Chile, un país habitado por ciudadanos-políticos, seres activos, palabras, sensaciones, acciones y cambio transformador en disputa por el poder real, el único: el de cómo es la vida que queremos. Nos borraron del mapa con la banalización del discurso. Si matas a la palabra, cortas de raíz la acción que genera el cambio.

Finales de invierno, a treinta y tantos años del golpe. Un tarro de duraznos al jugo. De los de poco más de mil pesos. Centauro, parece. Cabe mal en el bolsillo del pantalón gastado, se nota, abulta, delata. El hombre debe tener unos cincuenta años, algo más. Obrero, albañil, seguramente desempleado. El guardia de seguridad del supermercado de tercera, en el paradero 14 de Vicuña Mackenna, lleva la cabeza al rape con jopo rimbombante, como de gallina polaca; le tuerce el brazo mientras lo arrastra hacia el mesón de “servicio al cliente”. El guardia ha capturado a su presa, ha cumplido su misión, ha justificado su existencia, va a mantener la pega. Miran tres o cuatro clientes, así como de reojo, como con rabia, como con pena. Otro guardia acude a la llamada de emergencia, clave alfa, ayuda a torcer el brazo. Miro la escena, se me cierra la garganta. Quiero golpear a los guardias; quiero incendiar el supermercado; no quiero saber la razón del hurto; no quiero ni imaginar el rostro feliz que pudo haber sido; el postre de lujo que nunca fue. No quiero, principalmente, que mi hijo que me acompaña, siga viendo esto. No quiero, ante todo, que mi hija me vea no hacer nada. No quiero, por nada, tener que entrar en la conversación que -sé- viene a continuación, empujando el carrito por el pasillo de lácteos, eso de si acaso estaba robando ese señor, de por qué robaba, de si los guardias lo van a meter preso, o fusilar, y si yo, algún día, por alguna razón, robaría un tarro de duraznos Centauro, en mitades y al jugo. Puede que terminemos discutiendo, de regreso en casa, el por qué compré aquella vez en Ahumada el disco pirata de 31 Minutos, a luca, matando a la música, diría Policarpo por boca de mi hija. Concluyo, sin saber por qué, en el colmo de la incorrección, que debo practicar métodos más apropiados para birlarme los duraznos al jugo que se me antojen, cuándo, dónde y a la maldita hora que se me pare la raja. ¿Estoy mal?

DAUNO TÓTORO